Los caballos de mi tío by Gonzalo Moure

Los caballos de mi tío by Gonzalo Moure

autor:Gonzalo Moure [Moure, Gonzalo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 1999-09-30T16:00:00+00:00


—O una burra, ¿no?

Se rió, muy generosa con mi bobada.

—Los caballos eran enormes, gordos y «muy altísimos». El abuelo dice que eran caballos «dobles». Supongo que quiere decir que eran el doble de grandes.

—¿El doble que qué?

—No lo sé.

Se quedó pensando.

—Da igual. El caso es que en verano trabajaban mucho, los caballos y los hombres. Cuando acababan las faenas bajaban aquí, a la playa de Peinao, para quitarse el sudor.

Durante un minuto los dos imaginamos a los caballos y los hombres bajando por la cuesta de la ermita, al atardecer.

—¿Y la gente? —pregunté.

—Entonces no venía casi nadie a la playa.

—¿En serio?

Me costaba trabajo creerlo.

—De verdad. He visto fotos.

La creí. Lo que Paula decía, fuera lo que fuera, siempre parecía verdad.

—Por si no te lo crees tampoco, te aseguro que lo que te voy a decir es también verdad.

—Venga.

—Los hombres se desnudaban. Les quitaban la manta a los caballos y ellos se quitaban toda la ropa.

Me reí. La escena que iba imaginando cada vez era mejor.

—Y así, desnudos, encima de los caballos, se metían en el agua. La cosa era ver quién llegaba más lejos, hasta que los caballos flotaban. Y nadaban.

El sol, la sal en la piel, los ojos de Paula.

Cerré los míos y escuché las voces. Venían de «antes de antes», como ella decía. Risas, bromas y pullas, de caballo a caballo. Con los ojos cerrados imaginaba las grandes cabezas de los caballos saliendo del agua, y la espalda mojada de los hombres, brillando. Hasta me parecía escuchar los resoplidos de los caballos, evitando que les entrara el agua por las narices.

—¿Y ya no vienen? —Logré preguntar cuando abrí los ojos.

—Ya no quedan.

—¿Hombres?

Se rió. Tenía una risa que sonaba a campanitas, Paula.

—Caballos.

—¿Y burros?

—Burros, sí.

Me miró. Desde encima de sus brazos, que a su vez estaban encima de sus rodillas. Tenía un trocito de alga verde pegado a una de ellas. Me asombra lo claramente que recuerdo aquel trocito de alga, de un verde muy vivo.

—Mira.

Miré. La marea había empezado a bajar. El hermano de Paula venía con el agua por los muslos, hacia nosotros. Supongo que también se llamaba Pablo, pero no lo sé.

—Paula.

—Qué.

—Mamá, que vayas.

Paula se volvió hacia mí.

—Entonces ¿mañana?

—Mañana, sí.

—¿A las seis?

—A las seis, bien. Mañana.

—¿Mañana, qué? —preguntó el hermano de Paula.

Ella no contestó, así que yo tampoco. Paula se tiró al agua de cabeza y se fue nadando, dejando un rastro de brillos.

A mí me quedó un agujero de aire en el pecho.

Me dije: un día vendré a nadar con Leonardo, al atardecer. Y Paula también, en Gioconda.

Estuve un buen rato imaginando la escena. De repente me puse colorado. Y no por el sol.

Al cabo de unos minutos yo también me eché al agua y nadé despacio hasta la orilla. Caminé por la arena y me acerqué a Fanfan.

La hora de comer era el momento de los…



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